sábado, 20 de septiembre de 2008

En busca de Romualdito


Una de las animitas más antiguas de Santiago atrae a cientos de fieles que le rinden pleitesía en una muralla, al costado de la Estación Central. Se llama Romualdito y tiene una popularidad que traspasa fronteras, pese a estar muerto desde hace 77 años.









A Romualdo Ivani Zambelli lo mataron el 8 de agosto de 1933. Su certificado de defunción explica el deceso:

LUGAR: ALAMEDA ESQ. DE SAN BORJA.

CAUSA: HERMO-PERICARDIO. HERIDA A PUÑAL CON COMPROMISO DEL CORAZÓN – HOMICIDIO.


Llovía. La leyenda cuenta que agonizó en la vía pública y que lo encontraron muerto al día siguiente, que le habían robado una manta de castilla (poncho abrigador y cotizado en esos años), que venía saliendo del hospital tras ser dado de alta de una fuerte tuberculosis, que era retrasado mental, que era un huaso, que era un niño y lo violaron. Ni la verdad ni el mito aparecieron en los diarios de la época. Sin embargo, Romualdo Ivani, conocido hasta el día de hoy como Romualdito, Rumualdo, Rumaldo, Reynaldo, Ronaldo Ibáñez, Ivani o Ibane, es actualmente Patrimonio de la Cultura por ser una de las animitas más antiguas de Santiago. No por nada, la muralla que lo cobijó en su partida al más allá se mantiene firme con 20 ermitas que sus devotos le han construido para proteger su alma en pena, a la que le agradecen, con cientos de plaquitas pegadas a los roídos ladrillos de principio de siglo, los deseos cumplidos.

“Gracias por el favor concedido”, “gracias por salvar a mi mamá”, “gracias, mil gracias por todo”, suelen escribir sus fieles seguidores sobre plaqué, baldosa, madera o papel, luego de que Romualdito les ha cumplido su deseo. Los más comprometidos le prenden velitas y le dejan flores. Los que creen que es un niño cuelgan zapatitos o le dejan juguetes. Lo cierto es que Romualdo Ivani tenía 41 años al morir y venía de San Bernardo, según lo que indica el registro del Cementerio General.

¡Qué se crea lo que se quiera! Lo importante es que la fe en este difunto se mantiene viva y ha traspasado incluso las fronteras de Chile. Algunos extranjeros también han querido probar suerte y rendirle pleitesía al espíritu nacional. No es extraño ver figuritas de la Difunta Deonilda Correa -animita top de la provincia de San Juan, Argentina- entre los souvenirs que le dejan en la fachada de San Borja. Claro que la Difunta Correa cuenta con su propio templo erigido en su honor. Tal vez por falta de recursos, ese no es el caso de Romualdito.

No obstante, la fe de sus seguidores se ha demostrado fervientemente en algunos episodios. Un ejemplo de esto se vio cuando el grupo Yaconi-Santa Cruz emprendió su gran proyecto para modernizar la Estación Central. Los alegatos en contra de la demolición de la pared romualdana se unieron al eterno respeto a las animitas que tienen los obreros de las constructoras. Ellos aseguraron que las grúas que derribarían el muro funcionaban raras cuando se acercaban a la zona del santo popular.

La remodelación de la Estación Central se llevó a cabo y hoy en día resplandece orgullosa, maquillada como un sol amarillo pastel. Sin embargo, la pared de Romualdito se mantiene intacta, interrumpiendo la verja de latón verde que delimita el terreno de la Empresa de Ferrocarriles y atrayendo cada día a más fieles.


Trabajar para un alma en pena: su fe es mi sueldo

Don Juan corre desde el otro lado de la vereda para recoger los envoltorios de vela que ha arrastrado el viento. Tiene que hacer su pega cuando los devotos pasan a saludar a Romualdito. Son ellos los que le dejan monedas en una de las dos alcancías (custodiadas por gruesas cadenas) que han instalado sobre las ermitas, apiladas a los pies del muro-altar.

–Yo vivo de esto –me dice don Juan, mientras dobla con su mano la visera del jockey que lleva puesto.
No me deja ver toda su cara. Me dice que tiene 53 años, pero parece de sesenta y tantos por las canas y la piel curtida. Su trabajo en la calle se delata en sus manos: uñas rotas, sucias, dedos gruesos, ásperos. Las huellas digitales se le pueden ver a medio metro.
–Debe ganar igual harto entonces –le digo.
–¡No! Si me hago unos dos mil, tres mil pesos diarios no más. Me sirve para comprar la comida del día. A veces me quedo sin almorzar, porque sino me quedo sin plata para devolverme a la casa.

Don Juan vive con su señora en Lo Valledor. Hoy se dedica al aseo y ornato de la animita de Romualdito. Antes vendía diarios en la calle, lo que lo transformó en un gran lector de prensa. “En el baño me leía un diario entero”, me confiesa orgulloso. En su adolescencia cantó en las micros. Le pedían “bis” cuando incluía en su repertorio los éxitos de Leo Dan. En su infancia vagaba con un grupo de niños y hacía maldades. Su primer acercamiento con las animitas lo tuvo a los 12 años, cuando fue capturado por unos carabineros luego de botar un tambor de aceite en el Parque O’Higgins. Lo metieron en un hogar de menores y le hicieron ponerse unos calzoncillos hechos con sacos de harina. Por la noche, acostado en un camarote, el espíritu libre del pequeño Juan no aguantó el encierro. Se acordó de una animita milagrosa de Lo Valledor: Ema. Juntó sus manitos en posición de rezo y le dijo: “Por favor, si me ayuda a escapar le voy a ir a poner velitas”.

–Me salí por una ventanita chica que había en la pieza y ahí salí a una cancha grande, que tenía una reja con púas.
–¡Chuta!
–¡Sí! Y ahí tenían un foco para alumbrar. Pero no se veía la persona, así. Lo que se veía era la sombra en la muralla.
–¡Ah! Como los presos que se escapaban en el “Jappening con ja” –digo, tratando de hacerlo reír. Pero todo serio, como si no me hubiese escuchado, sigue con su relato.
–Entonces salí a como un jardín, así, y estaba todo oscuro y ahí vi que un guardia venía haciendo la ronda.
–¡Hiiiii! –le hago, con cara de película de terror.
–Pero yo me dije: “Juan, piensa rápido” y ¡pam! –chasquea los dedos–, la luna no era llena. ¡Soy un árbol! –don Juan se estira a lo largo, levantando sus brazos y juntando sus manos como si fuera una flecha.
–¿Y qué pasó?
–El guardia pasó al lado mío y no me vio.

Desde ese día, don Juan es un ferviente devoto de animitas e imágenes santas. Cuando comenzó la remodelación de la Estación Central, se encomendó a la Virgen de Lourdes para que no derribaran la muralla de Romualdito y no quedarse sin trabajo. Deseo cumplido.

Mientras saca la esperma de las velas que se han consumido dentro de las grutas, le pregunto a don Juan si le ha pedido algún favor a Romualdito.

–¡Sí pue’! ¡Mire! –dice, sacándose el jockey y mostrándome su ojo derecho, el que debería tener la pupila café, pero que se ve verde y como si tuviera un grueso lente de contacto encima.

En la navidad pasada, a don Juan le llegó un piedrazo en el ojo, dejándolo ciego del lado derecho. El otro tiene cataratas. Sueña con operarse y tiene fe en que podrá recuperar la vista del ojo descolorido. Se lo pidió a Romualdito.

–Es que como soy indigente no me toman en serio...cuando me fui a ver el ojo en el hospital, un doctor dijo: ¿Y quién le da limosna a este hombre? –se interrumpe de golpe. Don Juan no respira y mira hacia abajo, a la nada. No aguanta más y se pone a llorar. Yo trago saliva para no quebrarme con él e intentar darle ánimo. Le tomo su mano, y recuerdo lo que es tocar el cemento en el verano.


Ricos, pobres y Romualdito en el Cementerio General

Más de dos mil restos descansan en el Cementerio General de Santiago. Tal como si fuera una ciudad, algunos construyen pequeñas casitas para agrupar y resguardar a sus familiares fallecidos. Claro, eso lo hacen los más pudientes. La Familia Hirane, por ejemplo, cuyos huesos están ubicados en la Avenida Linay, Patio 82, se mandó a hacer una pequeña capilla para sepultar a Ignacio, Elba, Antonio, José y varios más. Debajo de la cruz que corona el edificio, un reloj dejó de funcionar en algún momento a las 10.15 con 35 segundos.

Al frente, Carol Bennett de Astorga no quiso quedar en menos. Un gran vitral con Jesús, María y José colorean los restos de ella y los suyos desde 1946.

Otros, menos afortunados, no pudieron ser tan pomposos. La pobre Marta Carrillo Neira descansa en un nicho cubierto con puro cemento, donde alguien escribió, con pintura negra, su nombre y la fecha: 10-08-04. Al lado, unas flores secas se deshojan dentro de dos tarros de vidrio, como esos de mermelada.

Antes de llegar al mausoleo de Carabineros, en el Patio 71, está lo que queda de Benjamín Droguett, quien alcanzó a vivir apenas 6 días. Él y María Eufemia -enterrada luego de dos meses y 5 días de vida- están rodeados de juguetes y calcomanías infantiles. Algunos remolinos de papel brillante giran con el viento.

Ya en la calle Dávila, Patio 44, pabellón 4, anexo 4, nicho 1.063, las flores frescas puestas en un tarro de duraznos (trocitos en almíbar), esconden el nombre del difunto que descansa ahí. Luego de pedirle permiso al muerto para mover sus regalos, veo que he llegado a mi objetivo:




PERPETUO

ROMUALDO IVANI ZAMBELLI
+9 DE AGOSTO DE 1933




Pese a sus 74 años, la lápida de mármol está como nueva. A su alrededor y sin ningún respeto por los cadáveres vecinos, algunos fieles han venido a dejar directamente sus plaquitas y regalos al espíritu milagroso. Corazones de madera, un ángel de yeso y una calcomanía del Pato Donald bebé acompañan los agradecimientos.

¿Sabrá Romualdito que hasta hoy es tan famoso? ¿Estará enojado por eso que dicen que era un niño? Ya, en serio, ¿cumplirá realmente los deseos? Por más que pienso, no se me ocurre ningún favor que pedirle. Me da vergüenza proponerle que me ayude a ganar el Kino. La verdad es que sólo espero que descanse en paz.



domingo, 13 de julio de 2008

Historias de ultratumba



“Hasta entonces no me había atrevido a mover ningún miembro,
pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados, con las
muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se extendía sobre mi
cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin
dentro de un ataúd”.

(Extracto de “Entierro prematuro”, de Edgar Allan
Poe)



Yo conocí la verdadera oscuridad. Esa que se ve. En teoría, me había tomado una poción que me había dado un fraile para simular mi muerte. Digo en teoría, porque la que se supone que hizo eso fue Julieta Capuleto. Era la primera vez que ensayábamos “Romeo y Julieta” con un ataúd de verdad. Era de trupán y lo habíamos comprado en la funeraria del Hogar de Cristo.

-Ya, ahí es donde te tienes que meter.
-¡Pero no quepo!
-¿Cómo no? ¡Si compraron uno de adulto!

Me saqué los zapatos, para no ensuciar el forro blanco de gaza que tenía el cajón dentro. Metí un pie, luego el otro. Apoyé mis manos sobre los costados del ataúd para descender lentamente, mientras veía la cara de expectación de mis compañeros, que me intimidaban.
-Me voy a acostar. ¡Pero no me encierren!

A medida que bajaba mi cuerpo en el féretro, noté que mis brazos efectivamente no cabían a los costados, así que me vi en la obligación de dejarlos sobre mí, tomándome de las manos. La postura de muerta no podía ser más evidente. Ahí supe que no es que se vea bonito dejar a los difuntos en esa pose. Simplemente, no se puede hacer más.

Cerré mis ojos. Estábamos en ensayo, así que necesitaba practicar mi escena de muerta. Jamás me habría quedado dormida, pero debo admitir que sentí mucha tranquilidad. La suavidad de la gaza era lo suficientemente agradable como para decir que sí, descansaba en paz.

Justo abrí un ojo cuando un compañero -tapa del ataúd en mano- se aprontaba a encerrarme con cara de maldad. Antes de quedar totalmente enclaustrada, respiré hondo y alcancé a esbozar una sonrisa, esperando que mi gesto fuera interpretado correctamente por mi compañero: Confío en ti, ¿ah?

-¿Qué se siente? –me preguntó con una voz apagada, mientras daba golpecitos a la tapa.
-Encierro.
-¿Ah?

Lo odié. No quería gritar. Sentía que el aire se volvía caliente, viciado. “Es así como se debió sentir esa gente que enterraron viva”, pensé, y recordé esas historias tenebrosas que relatan los casos de gente que ha despertado seis metros bajo tierra.


No hay primera sin segunda: revivir para morir

La argentina Rufina Cambaceres murió a los 19 años, en 1902. Días después de su entierro fue encontrada con su rostro arañado y sus manos amoratadas, dentro de su ataúd, el que estaba visiblemente destrozado.

Había sido enterrada viva. Por eso, hasta el día de hoy, en el cementerio de La Recoleta –en Buenos Aires- se mantiene erguida la estatua de una joven que quiere abrir una puerta. Sobre ella, tallado sobre piedra, se puede leer el nombre de Rufina Cambaceres.

Ella fue víctima de la catalepsia, un estado nervioso patólógico que provoca, en los casos más leves, la paralización de los músculos. Sus víctimas suelen quedar inmovilizadas, aunque sea en la postura más incómoda. Dicen que parecen estatuas y que cuando el ataque es grave, la enfermedad puede provocar que los signos vitales sean apenas perceptibles.

“Es por eso que se dictó la instrucción de que el velatorio sea de cuarenta y ocho horas”, dice Cristián Niedbalsky, relacionador público del Cementerio General de Santiago.

Entre las historias emblemáticas del camposanto capitalino, Cristián recuerda la de Rosario Zuazagoitía, esposa del constitucionalista Mariano Egaña. Rosario, que murió en 1857, fue enterrada con una solemne posición de rezo. Su hermana Carmen se preocupó personalmente de amarrar las manos de la difunta, para simular la santa postura.

Al morir Carmen, se necesitó hacer una reducción de los huesos de Rosario, para así depositar su cuerpo en el mismo ataúd. Fue entonces cuando los encargados de tan curioso trabajo encontraron a Rosario en una posición diferente a la que había sido enterrada. Sus manos estaban desatadas y sus dedos fracturados. Algunas de sus uñas aparecieron clavadas en la tapa del féretro.

Mi último deseo

Los golpecitos que sentía sobre mi cara me estaban poniendo nerviosa. Todavía no pasaba un minuto dentro del cajón, pero necesitada arrancar de ese “tiempo muerto”. Me detenía la idea de que si me desesperaba, o dejaba notar con gritos y golpes que quería salir de ahí a toda costa, la crueldad se apoderaría de mi compañero. Esa frase de “es que si te enojas, más te van a molestar”, -que me dijo una profesora en cuarto básico cuando me decían “jirafa”, por ser la más alta del curso- me marcó de por vida.

-¡Me siento encerradaaa! –le grité a mi compañero, con la esperanza de que al despejar sus dudas me dejaría libre.
-¿Y qué ves?
-¡Veo negrooo!

Rufina Cambaceres debió haber visto lo mismo antes de morir. La completa oscuridad. Un negro más negro que el negro. Hasta que, como dicen esos que regresan del más allá, vio esa luz al final del túnel y la siguió como única vía de escape para dejar de estar entre nosotros.

Yo también vi una luz. Con la mirada atontada, cerré y abrí mis ojos para ver lo que tenía enfrente. No era Dios, sólo era mi compañero que corría la tapa del ataúd. El aire fresco me devolvió a la vida.

-Ya. Tenemos que entrar –dijo, mientras yo sentía cómo entre varios levantaban el cajón para ingresar a escena.