Yo conocí la verdadera oscuridad. Esa que se ve. En teoría, me había tomado una poción que me había dado un fraile para simular mi muerte. Digo en teoría, porque la que se supone que hizo eso fue Julieta Capuleto. Era la primera vez que ensayábamos “Romeo y Julieta” con un ataúd de verdad. Era de trupán y lo habíamos comprado en la funeraria del Hogar de Cristo.
-Ya, ahí es donde te tienes que meter.
-¡Pero no quepo!
-¿Cómo no? ¡Si compraron uno de adulto!
Me saqué los zapatos, para no ensuciar el forro blanco de gaza que tenía el cajón dentro. Metí un pie, luego el otro. Apoyé mis manos sobre los costados del ataúd para descender lentamente, mientras veía la cara de expectación de mis compañeros, que me intimidaban.
-Me voy a acostar. ¡Pero no me encierren!
A medida que bajaba mi cuerpo en el féretro, noté que mis brazos efectivamente no cabían a los costados, así que me vi en la obligación de dejarlos sobre mí, tomándome de las manos. La postura de muerta no podía ser más evidente. Ahí supe que no es que se vea bonito dejar a los difuntos en esa pose. Simplemente, no se puede hacer más.
Cerré mis ojos. Estábamos en ensayo, así que necesitaba practicar mi escena de muerta. Jamás me habría quedado dormida, pero debo admitir que sentí mucha tranquilidad. La suavidad de la gaza era lo suficientemente agradable como para decir que sí, descansaba en paz.
Justo abrí un ojo cuando un compañero -tapa del ataúd en mano- se aprontaba a encerrarme con cara de maldad. Antes de quedar totalmente enclaustrada, respiré hondo y alcancé a esbozar una sonrisa, esperando que mi gesto fuera interpretado correctamente por mi compañero: Confío en ti, ¿ah?
-¿Qué se siente? –me preguntó con una voz apagada, mientras daba golpecitos a la tapa.
-Encierro.
-¿Ah?
Lo odié. No quería gritar. Sentía que el aire se volvía caliente, viciado. “Es así como se debió sentir esa gente que enterraron viva”, pensé, y recordé esas historias tenebrosas que relatan los casos de gente que ha despertado seis metros bajo tierra.
No hay primera sin segunda: revivir para morir
La argentina Rufina Cambaceres murió a los 19 años, en 1902. Días después de su entierro fue encontrada con su rostro arañado y sus manos amoratadas, dentro de su ataúd, el que estaba visiblemente destrozado.
Había sido enterrada viva. Por eso, hasta el día de hoy, en el cementerio de La Recoleta –en Buenos Aires- se mantiene erguida la estatua de una joven que quiere abrir una puerta. Sobre ella, tallado sobre piedra, se puede leer el nombre de Rufina Cambaceres.
Ella fue víctima de la catalepsia, un estado nervioso patólógico que provoca, en los casos más leves, la paralización de los músculos. Sus víctimas suelen quedar inmovilizadas, aunque sea en la postura más incómoda. Dicen que parecen estatuas y que cuando el ataque es grave, la enfermedad puede provocar que los signos vitales sean apenas perceptibles.
“Es por eso que se dictó la instrucción de que el velatorio sea de cuarenta y ocho horas”, dice Cristián Niedbalsky, relacionador público del Cementerio General de Santiago.
Entre las historias emblemáticas del camposanto capitalino, Cristián recuerda la de Rosario Zuazagoitía, esposa del constitucionalista Mariano Egaña. Rosario, que murió en 1857, fue enterrada con una solemne posición de rezo. Su hermana Carmen se preocupó personalmente de amarrar las manos de la difunta, para simular la santa postura.
Al morir Carmen, se necesitó hacer una reducción de los huesos de Rosario, para así depositar su cuerpo en el mismo ataúd. Fue entonces cuando los encargados de tan curioso trabajo encontraron a Rosario en una posición diferente a la que había sido enterrada. Sus manos estaban desatadas y sus dedos fracturados. Algunas de sus uñas aparecieron clavadas en la tapa del féretro.
Mi último deseo
Los golpecitos que sentía sobre mi cara me estaban poniendo nerviosa. Todavía no pasaba un minuto dentro del cajón, pero necesitada arrancar de ese “tiempo muerto”. Me detenía la idea de que si me desesperaba, o dejaba notar con gritos y golpes que quería salir de ahí a toda costa, la crueldad se apoderaría de mi compañero. Esa frase de “es que si te enojas, más te van a molestar”, -que me dijo una profesora en cuarto básico cuando me decían “jirafa”, por ser la más alta del curso- me marcó de por vida.
-¡Me siento encerradaaa! –le grité a mi compañero, con la esperanza de que al despejar sus dudas me dejaría libre.
-¿Y qué ves?
-¡Veo negrooo!
Rufina Cambaceres debió haber visto lo mismo antes de morir. La completa oscuridad. Un negro más negro que el negro. Hasta que, como dicen esos que regresan del más allá, vio esa luz al final del túnel y la siguió como única vía de escape para dejar de estar entre nosotros.
Yo también vi una luz. Con la mirada atontada, cerré y abrí mis ojos para ver lo que tenía enfrente. No era Dios, sólo era mi compañero que corría la tapa del ataúd. El aire fresco me devolvió a la vida.
-Ya. Tenemos que entrar –dijo, mientras yo sentía cómo entre varios levantaban el cajón para ingresar a escena.
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